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Andar

Renunciar a sus propias necesidades, y adaptarse a las del ser en vías de formación, es la línea de conducta que debe seguir el adulto consciente.

Los animales superiores se adaptan por instinto a las condiciones de sus pequeñuelos. Incluso en algunas formas de civilización ha penetrado el sentimiento de tales sacrificios a favor del niño/a.

Ejemplo: un dí­a observando a un japones que llevaba a paseo a un hijito suyo de un año y medio a dos años de edad. De repente el niño, parándose, rodeó con sus bracitos una de las piernas de su padre; éste se paró en seguida ante el niño, el cual empezó a dar vueltas alrededor de la pierna elegida para este juego, cuando el niño terminó este ejercicio, reanudó en seguida el paseo interrumpido. Al cabo de un instante, el pequeñuelo se sentó sobre el borde de la calzada, el padre se paró a su lado, su fisonomí­a era seria y natural; no hacía nada de excepcional, era sencillamente un padre que paseaba a su hijito.

Así­ deberían comprenderse los paseos, para facilitar al niño/a el ejercicio esencial de andar precisamente en la época en que el organismo tiene necesidad de fijar tantas coordinaciones motrices, que tienden a establecer el equilibrio de la persona, y a realizar aquella dificultad enorme, reservada únicamente a los seres humanos, de andar únicamente sobre los dos pies.

El niño/a tiene que perfeccionar su marcha “ caminando”.

Su primer paso, acontecimiento esperado con goce inefable por toda la familia, es precisamente una conquista de la naturaleza, y corresponde al paso del primero al segundo año de edad. Es, por decirlo así­, la aparición del hombre activo que sustituye al hombre inerte, comenzando una nueva existencia para el niño. Además, entra en funciones:

– El ejercicio del niño/a.
– La conquista del equilibrio.
– La seguridad de la marcha.

Siendo el resultado de largos ejercicios y por consiguiente del esfuerzo individual. Ya sabemos que el niño/a se pone a andar con un impulso irresistible y valeroso, avanzando con verdadera temeridad. Por ello, el adulto le rodea de protecciones constituyendo verdaderos obstáculos, le retiene dentro de unas vallas de una plazoleta para niños/as, o le encierra en un cochecillo, donde será paseado continuamente, sin tener en cuenta que sus piernas ya son robustas.

Durante el paseo, siempre es el niño/a que ha de adaptarse al paso del adulto; tiene las piernas más cortas, menos resistencia para las largas caminatas y el adulto no renuncia a su propio ritmo.

El niño/a de año y medio a dos años, puede recorrer algunos kilómetros caminando, pasando por senderos difíciles con resaltos y escaleras. Sin embargo, él anda con una finalidad muy distinta de la nuestra. El adulto anda para alcanzar una meta y va directo a ella, siguiendo un ritmo establecido, que desarrolla casi mecánicamente; el pequeñuelo anda para desarrollar sus propias funciones, tiene una finalidad creadora que cumplir. Es lento, todavía no ha establecido su ritmo, ni tiene finalidad alguna; las cosas que le rodean le atraen. El auxilio que deberá procurarle el adulto será el de renunciar a su ritmo propio, a sus finalidades.

Es fácil observar que los niños/as buscan la manera de moverse y de andar; una escalera en pleno aire es un lugar de delicias para los niños/as que suben, bajan, sienten, se levantan, se dejan deslizar. La capacidad que tienen los niños/as de la calle de deslizarse entre los obstáculos, de evitar los peligros, de correr y hasta de colgarse en la parte trasera de los vehí­culos, denota una potencialidad muy distinta de la inercia miedosa y perezosa que domina en los niños/as pertenecientes a las clases elevadas de la sociedad: Ninguna de las dos clases sociales ha auxiliado a sus hijos/as en su desarrollo; los unos han sido abandonados en el ambiente inadecuado y lleno de peligros del adulto; los otros han sido reprimidos para sustraerlos a este ambiente peligroso, relegándolos tras obstáculos protectores.

María Montessori.
Libro “El niño el secreto de la infancia”
Equipo Ambiente para crecer. Espacio Montessori

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